Cristina Piffer en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA)

La violencia es la partera de la literatura argentina. Están el Facundo (1845) y El Matadero (publicado en 1871). Y con eso basta para probarlo. Echeverría: “La escena que se representaba en el matadero era para vista no para escrita”. Encarnaduras y entripados, obra que Cristina Piffer expone en el MALBA hasta el 29 de junio, toma en serio ese designio.
Ocurre algo instantáneo, apenas después de entrar: intuimos que la escena de orden (ese sucedáneo criollo del crimen), la quietud contemplativa, los colores descansados, la proporción japonesa que domina todo son un engaño. Hay una pulcritud tan contenida, tan quirúrgica, en las texturas alisadas y metálicas en contraste con las tripas y la carne asesinada, deshidratada y encapsulada en acrílico, que el emergente de la violencia lo ocupa todo. Recorrer la exposición es hacer un ejercicio de desocultamiento de nuestra Historia.
Ocurre algo instantáneo, apenas después de entrar: intuimos que la escena de orden (ese sucedáneo criollo del crimen), la quietud contemplativa, los colores descansados, la proporción japonesa que domina todo son un engaño. Hay una pulcritud tan contenida, tan quirúrgica, en las texturas alisadas y metálicas en contraste con las tripas y la carne asesinada, deshidratada y encapsulada en acrílico, que el emergente de la violencia lo ocupa todo. Recorrer la exposición es hacer un ejercicio de desocultamiento de nuestra Historia.
Piffer vuelve sobre la violencia que operó en la construcción del Estado, especialmente a mediados del S. XIX. Y no es menor el papel que atribuye a los procesos de concentración de la tierra y la propiedad. Estos dos elementos, que son uno, tuvieron enorme proyección en el siglo XX: ¿O no fue la ESMA expresión de matadero? ¿O no fue corral de los dueños de la vida y de la muerte, de la patota siempre en pandilla cayendo como buitres sobre la víctima inerte?