OPINION
Por Horacio González *
Los acontecimientos que llevaron a la muerte de Mariano Ferreyra, los de Formosa y los de Villa Soldati –serie por demás preocupante y grave– ponen a la política argentina, nuevamente, en el máximo de la exigencia moral e intelectual. Distintas situaciones y un único sentimiento de profunda incomodidad: no es posible que quede inhabilitado un cimiento esencial de las políticas públicas, la no represión del conaflicto social. Algunos de estos hechos parecerían confusos, porque se trata de manifestaciones, reclamos o reivindicaciones que de por sí entrañan actos de fuerza. Y en ellos hay grupos sociales o políticos que pueden actuar con contundencia, expresarse con ciertos despuntes de violencia, arrojar proyectiles diversos, etc. De ahí que ciertos espíritus amigos del realismo político, aun repudiando los acontecimientos, entran enseguida en diversas disquisiciones: estaba la “izquierda”, “tenían armas tumberas”, “se encontraban también armados”. Incluso dicen que hay provocaciones o intereses difusos detrás de manifestaciones bienintencionadas. Puede ser, aunque no lo creemos. Pero quiero tratar aquí un tema de naturaleza ética: la absoluta exigencia de tomar partido por las víctimas sociales, los débiles de la historia, sin más. No cabe aquí pensar desde la razón de Estado. Una ética social activa, una ética refundadora de derecho y sociabilidad, lo es siempre “sin más”.